Busqué afanosamente una práctica cronometrada que mate el tiempo y sus formas. Y en esa práctica de inminente persuasión quise solidificar el silencio a través de atareados gestos de cordura y compostura.
Me consultaba en cada aproximación de los minutos, hice del vértigo de la noche una gloria horrenda, de falsa modestia, para poder sopesar el aburrimiento con todo fundamento y sopor.
En un intransigente momento descubrí que la pesada tarea de terminar el día podía llegar a tener otra perspectiva. Miré más allá, oí sarcasmos y deduje que estaba en presencia de voces lúdicas que jugaban con conceptos y ángulos.
Me di cuenta que volvieron: en sus tiempos y formas, así que ese afán de práctica cronometrada tuvo su fin. Le pretexté de la manera más rebelde posible al televisor que ya no era necesario que me inocule intuiciones absurdas, que estaría mejor escuchando un displicente programa llamado último acto.
Celebro esto. Salú.

Federico Campos.
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